
Cuernavaca, Mor. – En el marco del Día del Ferrocarrilero, voces como las de Teresa Ávila de Jesús y Ángel Viveros Tobar rescatan del olvido la epopeya ferroviaria que durante décadas unió a Morelos con el centro del país, transportando sueños, mercancías y pasajeros en una época donde el silbato del tren marcaba el ritmo de la vida cotidiana.
Teresa Ávila, quien ingresó a Ferrocarriles en 1973 como secretaria en las áreas de Servicio de Trenes y Servicio de Locomotoras, recuerda con nostalgia la ruta México-Cuernavaca-Balsas: “El tren fue algo maravilloso. Salía de México a las 8 de la mañana y llegaba aquí a la una de la tarde. Tenía una media hora para alimentos y seguía hasta Balsas, aunque en 1975 acortaron el trayecto”. Su vida familiar estuvo profundamente ligada a los rieles: abuelos, padre y un hermano que falleció a los 29 años en un accidente ferroviario.
Por su parte, Ángel Viveros, de 72 años, trabajó 23 años como ayudante mecánico, dando mantenimiento a las locomotoras diésel que reemplazaron a las legendarias máquinas de vapor. “Me tocaba echarles arena, agua, combustible y aceite. En tiempos de lluvias, la arena servía para que no patinaran las ruedas”, rememora mientras revive sus días de juventud entre el rugido de los motores.
Ambos coinciden en que la desaparición del ferrocarril representó una pérdida cultural y económica irreparable. “Era un lujo para los mexicanos ver un tren”, lamenta Viveros. “Llegaban a la estación mercancías de todo tipo: mangos, aguacates, mameyes, queso, cecina… Había todo un comercio alrededor”.
Los ex ferrocarrileros mantienen viva la esperanza de que el tren regrese algún día a surcar los paisajes morelenses. “Sería una bendición volver a verlo”, expresa Viveros con emoción. “Yo estoy grande, tengo 72 años, pero me encantaría volver a esos tiempos donde la gente salía corriendo para ver pasar el tren”.
Estos testimonios, cargados de nostalgia y orgullo profesional, constituyen un invaluable patrimonio oral que preserva la memoria de una época donde el ferrocarril no era solo un medio de transporte, sino una arteria vital que conectaba comunidades, generaba economía y tejía historias que hoy forman parte fundamental de la identidad morelense.