
Por Fernanda Contreras.
En Cuernavaca más allá de la belleza colonial existe una realidad sombría que a menudo pasa desapercibida: la presencia de niños y niñas trabajando en las calles.
Estos pequeños, con miradas que reflejan una madurez forzada, se han convertido en parte del paisaje urbano, aunque su lugar debería estar en las aulas y no en la lucha diaria por la supervivencia.
Según datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) muestran que en 2016, “seis de cada 100 niños, niñas y adolescentes trabajaban, lo que refleja que el 9.4 por ciento tienen de 5 a 11 años de edad”.
Se les puede observar en cruceros transitados, limpiando parabrisas bajo el sol o la lluvia persistente. Otros ofrecen dulces, artesanías o simplemente extienden sus manos en busca de una moneda.
Sus jornadas laborales son largas e inseguras, exponiéndolos a peligros viales, a la explotación y a la pérdida de oportunidades fundamentales para su desarrollo.
Las razones detrás de esta problemática son complejas. La pobreza extrema que azota a muchas familias en la región obliga a los niños a contribuir al sustento del hogar.
La falta de acceso a una educación de calidad y la desintegración familiar son otros factores que empujan a estos menores a las calles.
Estos niños trabajadores son mucho más que una imagen triste en la calle; son individuos con sueños y potencial, cuyas vidas se ven truncadas por la dura realidad del trabajo infantil.
Su invisibilidad cotidiana no debe significar indiferencia. Es crucial que la sociedad, las autoridades y las organizaciones unan esfuerzos para ofrecerles un futuro diferente, donde la infancia sea un tiempo de aprendizaje, juego y protección, y no una batalla por la supervivencia en las calles.