
Desde la autopista México–La Pera–Cuautla, una discreta desviación hacia el sur conduce al poblado de Oacalco. Apenas un kilómetro más adelante, hacia el oriente, se abre un camino flanqueado por cañaverales y murmullos del pasado: conduce directamente a la puerta principal de un sitio que fue símbolo de riqueza, poder y transformación territorial: el Ingenio de Oacalco.
Quien cruza hoy sus ruinas ve los vestigios de un gigante que se niega a morir. Pero detrás de sus muros, de sus chacuacos dormidos, de su majestuosa casa grande de estilo neoclásico, palpita una historia de siglos, tejida con ambición, injusticia, progreso, fe y resistencia.
Su origen se remonta a 1637, cuando el Hospital de San Hipólito solicitó agua del río Oaxtepec para regar cañas en tierras cercanas al pueblo de Santa Inés Oacalco. Aún no existía el trapiche, pero ya se perfilaba la vocación de aquellas tierras: la producción de azúcar.
Pasaron los años y los nombres. Don Cristóbal García de la Calzada, don Pedro Carvajal Machado, don Lorenzo Antonio de Mier —quien ya poseía esclavos para operar la molienda movida por machos de tiro—, Agustín de Aristi y Francisco de Urueta. En 1789, Cayetano Ortega dio un impulso decisivo al construir una rueda hidráulica y un acueducto de dos kilómetros. La caña comenzaba a transformar el paisaje y la vida de los pueblos.
A lo largo del siglo XIX, Oacalco creció y se fortaleció. Bajo la administración de Luis Francisco de Esparza se introdujo el cultivo del añil. En plena convulsión tras la Independencia, el ingenio ya era lo suficientemente importante para tener su propia brigada de rurales. En 1851 pagaba 150 pesos de contribución mensual y, con el nacimiento del Estado de Morelos, en 1869, reportaba una producción notable: casi 500 toneladas de miel y más de 360 de azúcar.
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